domingo, 9 de agosto de 2009

Marilyn Monroe por Arthur Miller



En las memorias de Arthur Miller hay unas páginas muy bellas en donde él dice que Marilyn le recordaba a esos caudillos que describía León Tolstoi en "La guerra y la paz", esos hombres que, en virtud de un extraño acuerdo general, y sin que nadie sepa exactamente por qué, adquieren poder sobre los demás y acaban medio creyendo y medio desconfiando de que ello sea expresión de su autentica naturaleza.
"Un día - escribe Miller - sería semejante a la perturbada infeliz del poema de Rilke que se acerca a la ventana de su aposento, observa el patio y ve un árbol inmenso que ha mirado ya cien veces: "Und plotzlich ist alles gut"
Y ya todo lo que vendría sólo habría de ser, para ella, una bendición un descanso. De la telaraña inmensa y firme, tan llena de luz, que alguien, la desgracia o la muerte misma quizás, había tejido sobre su cabeza, terminando por envolverla, ya no quedaba nada, sino una rosa roja final, o algo así.

El sueño de Marilyn no era sueño, sino la palpitación de una criatura agotada que lucha con algún demonio. ¿Como se llamaba? Sólo parecía ver que los demás la habían castigado y traicionado, como si se limitase a ser una simple espectadora de su propia vida. Pero al igual que las demás personas, era también la protagonista, ¿y como, si no? Yo sospechaba que lo sabía, pero no se atrevía a admitirlo ante mí. De aquí que le resultase tan inútil en aquellos instantes, un estorbo en el mejor de los casos. Lo irónico era que me había aferrado a la idea de que se trataba de una inocente perseguida por que no podía admitir su anterior situación existencial, porque deseaba salvarla de ella en vez de aceptarla como suya propia. Había rechazado los horrores que había padecido, negando el influjo de éstos, pero era ella misma la que se consideraba rechazada. Sólo un sublime acto de gracia podía superar la situación. Y no lo había. Lo único que le restaba era seguir proclamando su inocencia, una inocencia en la que, en el fondo de su corazón, ella no creía. La inocencia mata.
... ya que siempre quería vivir al máximo; sólo en el vértigo continuo de la demasía había seguridad, o por lo menos desmemoria, en en cuanto remitía el exceso se revolvía con crueldad contra sí misma, la inútil e insignificante, la hez de la tierra, sin poder dormir a causa de la propia infamia, dando comienzo así, noche tras noche, a la dosificación de pastillas y de pequeños suicidios. Gracias a ellos, sin embargo, recuperaba alguna esperanza, semejante al pez que asciende desde los negros abismos y al llegar a la superficie quiere volar hacia el sol y se desploma otra vez en el agua. Es posible que en estas recuperaciones - si se conocía su tristeza - radicara su gloria"